Manual Sobre el Miedo y la Tristeza

Probablemente soy la persona menos apta para escribir un manual sobre este tema, lo que, paradójicamente, me vuelve el candidato ideal. Normalmente me llaman “insensible”, “extremo”, “frío”, “hoja de Excel” o “piedra”. Desde niño he sido reservado, individual, independiente y con pocas relaciones cercanas. No me gustan los eventos con mucha gente, y menos si no conozco a nadie. Ya se pueden dar una idea del tipo de persona que soy.

Pero hace años decidí emprender una odisea para conocer a fondo el mapa de mi mente y mi subconsciente. No sé qué tan buena idea fue, pero una vez que comienzas, es casi imposible detenerse. Alain de Botton escribe en The School of Life: “Los sabios han hecho las paces con el abismo enorme entre cómo desearían ser idealmente y cómo son en realidad. Han llegado a aceptar sus tendencias hacia la idiotez, la fealdad y el error”. Lejos de ser sabio, mi cerebro tomó esta iniciativa como una oportunidad para mostrarse sin máscaras, con el único consuelo de saber que todos, en el fondo, compartimos pensamientos y sentimientos similares.

Mi primer esfuerzo en este plano fue el ejercicio. Llevando mi cuerpo al extremo en ultramaratones, he logrado quitar las capas superficiales de mi mente. El agotamiento físico fuerza una honestidad que la rutina evita, permitiendo tener conversaciones abiertas conmigo mismo para conocer al Jorge subyacente. Los ayunos prolongados o dietas especiales son otra manera de acorralar al cuerpo, para así apagar el ruido mental de la Default Mode Network y quedarnos al desnudo en un encuentro con nuestro subconsciente.

La segunda etapa vino con una introspección profunda. Empecé a intentar llegar al final de una sola pregunta: ¿por qué hago lo que hago? Pero no cualquier “por qué”, sino ese tipo de pregunta que debes repetir tres, cuatro o cinco veces, hasta que la respuesta, invariablemente, aterriza en una herida de la infancia. Para algunos, estos motores ocultos nacen de un incidente aislado; para otros, de rechazos repetidos o traumas profundos.

Estas vivencias forjan nuestro carácter, pero también se convierten en los arquitectos silenciosos de nuestro actuar, manifestándose en vicios o patrones de conducta que no comprendemos. Carl Jung lo dijo con una claridad implacable: “Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad”. Atreverse a mirar esas sombras es el verdadero acto de valentía.

Después de la capa física y la mental, llegué a un tercer nivel: las emociones. Su razón de ser antropológica es permitirnos reaccionar a peligros, pero también vivir en sociedad, forjar conexión, empatía y cohesión. Michel Houellebecq, en La Posibilidad de una Isla, imagina un futuro donde nuestros descendientes clonados pierden su capacidad de sentir. Nos recuerda que, si el grupo deja de ser necesario para sobrevivir, quizás la empatía pierda su propósito.

Las emociones se activan en automático como reacciones a eventos que nos suceden y están alimentadas por nuestras experiencias pasadas. Cuando sufrimos una pérdida, el miedo y la tristeza se combinan en un cóctel químico de alta adrenalina y cortisol, pero con niveles bajos de serotonina y dopamina. Salir de ahí no es solo un acto de voluntad; es un proceso físico. El cerebro y el cuerpo necesitan volver a sentirse regulados, con energía y seguridad.

Mi tendencia a llevar la vida al extremo —en los deportes, el trabajo y en general— también involucra fluctuaciones anímicas importantes. El filósofo Alan Watts enseñaba que el placer y el dolor son inseparables; no pueden existir uno sin el otro. No como causa y efecto, sino como los dos polos de una misma realidad. Solo puedes disfrutar un concierto o el mejor baile de salsa si van acompañados de momentos negros de angustia, desesperanza y ansiedad. No buscar estos bandazos sería vivir en un área gris, con pocos recuerdos formativos.

Deconstruirte es un acto de valentía: mirar los pedazos que te forman —recuerdos, ansiedades, alegrías y pensamientos—. Los japoneses tienen la técnica del Kintsugi: reparan cerámica rota usando oro para resaltar las fracturas, celebrándolas como parte de la belleza y la historia del objeto. Pero solo se puede pegar lo que está roto si primero te atreves a identificar cada fragmento.

Esta semana pondré este Manual a prueba: me voy a una cueva en solitario por cinco noches y seis días. A enfrentar mis demonios, a convivir y platicar conscientemente con mi subconsciente. Solo. En completa oscuridad. Habitar la nada. Tomar una pausa después de años de exigirme y ser sumamente duro conmigo. Momentos para reírme y disfrutar mi compañía. Pero, al final, enfrentar y ver a los ojos a mis miedos y tristezas.

Siguiente
Siguiente

Mi Amigo Indeseado