Mi Amigo Indeseado
No me considero alguien normal, pero tampoco alguien irracional. Intento ser auténtico, descubrir qué me gusta y cuál es mi propósito, sin preocuparme mucho por lo que opinan los demás. Mi mayor temor no es el juicio ajeno, sino llegar al final y darme cuenta de que nunca jugué de verdad. Recientemente, he encontrado un extraño gusto culposo en la justa medianía del dolor físico. Y no, no es lo que parece ni me convertí en masoquista del dolor por el dolor. No se trata de cualquier dolor; tiene que ser el correcto, el que enseña.
Recientemente, en un ultramaratón las condiciones eran una pesadilla: hielo, lluvia torrencial y bajadas empinadas al filo de barrancos. En el kilómetro 50, en un tramo de lodo y piedras afiladas, resbalé y caí de espaldas. Un impacto seco me robó el aliento y me presentó un dolor agudo en la undécima costilla. En ese instante, sin pensar en daños permanentes, me levanté y seguí corriendo.
No fue hasta el kilómetro 112 que los paramédicos me detuvieron. Sin duda les llamó la atención mi apariencia decrépita donde se sumaba la lesión y no haber dormido en dos días por la carrera. La costilla rota y la inflamación no me permitían respirar profundo, algo indispensable para subir montañas. Esos 62 kilómetros intermedios se convirtieron en un diálogo silencioso con mi cuerpo y me dio tiempo para pensar en la actitud que nuestra sociedad ha adoptado hacia el dolor.
Vivimos en una era que le ha declarado la guerra al malestar y el triunfo del confort. La búsqueda obsesiva de estar bien ha convertido al dolor en el enemigo público número uno. Al menor indicio de incomodidad, corremos a la farmacia por un ibuprofeno o paracetamol con el único objetivo de no sentir. Hemos transformado un mensajero vital en el mal a derrotar, olvidando que el dolor es un sensor perfeccionado por la evolución; nuestro aliado más honesto.
Apagar el dolor con analgésicos es como desconectar una alarma de humo para poder dormir tranquilos, ignorando que el incendio continúa sin que nadie nos avise. ¿No suena absurdo? Es un autoengaño en el que participamos todos: el paciente que busca una solución mágica y el doctor que, a menudo, se la ofrece para vender una falsa sensación de curación. La enfermedad sigue su curso, pero el sensor ha sido silenciado. No te curaron, simplemente callaron a tu cuerpo. La verdadera maravilla de la sanación la ejecuta nuestro propio cuerpo, con tiempo.
Esto no se malentienda como una crítica a la medicina, que ha permitido que extendamos la esperanza de vida hasta mucho más que lo que nuestros antepasados pensaron posible, sino un llamado para saber cuándo utilizarla y cuándo nos ayuda a combatir el daño o el mal y cuando simplemente silencia al malestar. Es diferente curar que apagar el sensor.
Para el kilómetro 85, cada respiración involucraba dolor. El pulmón presionado contra la fractura me obligó a adoptar inhalaciones cortas y rápidas. Aunque poco a poco me fui acostumbrando a este malestar hasta lograr las paces con el dolor. Más tarde, los médicos me explicarían el peligro real que corrí: un fragmento de hueso pudo haber perforado un órgano, convirtiendo la incomodidad en una emergencia.
Mi experiencia no es una invitación a ignorar el consejo médico, sino una reflexión sobre lo que descubrí cuando no tuve otra opción que escuchar a mi cuerpo. En ese momento, el dolor no era una señal de alto, no tenía alternativa: “lo que se interpone en el camino se convierte en el camino”. Solo podía entender el dolor como lo que es, nuestro aliado y no el enemigo. Mi costilla rota además de un impedimento para la carrera se estaba convirtiendo en la carrera misma. El aprendizaje estaba precisamente ahí.
Quizá debamos reaprender a escuchar. No como mártires ni como héroes de sufrimiento, hay poco valor en sufrir por sufrir y no se debe vanagloriar esto. Pero sí aprender a nuestro cuerpo con lo bueno y malo que nos ofrece. El dolor no es enemigo ni castigo: es un lenguaje, una señal. Un dialecto muy directo, sin duda, pero tan necesario como la vista o el oído. Como escribió el poeta Rumi: “La herida es el lugar por donde entra la luz”.
En una época obsesionada con acallar alarmas, hay una sabiduría profunda en mantener esta encendida. Este contacto directo con la experiencia es lo que el filósofo Alan Watts defendía. “Estar vivo es sentir”, decía. “Si uno no siente, está muerto”. Para él, la vida no era un viaje con un destino final, sino un baile. Y el propósito del baile es, simplemente, bailar.
Conozcamos nuestro cuerpo, enfoquémonos en la raíz del problema y no en el mensajero. Silenciar la alerta solo agrava el verdadero mal. Tomar parte en este baile consiste tener diversión, de pronto tropezar, sentir el golpe, levantarse y escuchar la siguiente canción con una sonrisa para moverse de nuevo.
Pero siempre con una implacable sonrisa mientras la música dure.