Terra Incógnita
Desde que aterrizas, la humedad no te deja respirar. Es una humedad densa, palpable, que se adhiere a la piel para recordarte que estás pisando tierra amazónica. El calor te abraza, te somete; obliga a tu cuerpo a moverse con lentitud, a respirar el vapor que emana de la misma tierra que estás próximo a visitar.
Acabo de aterrizar en Iquitos, Perú, un lugar solo alcanzable por avión o navegando el Río Amazonas. Un secreto guardado por la geografía, una ciudad donde el tiempo se suspendió. Aquí, comerciantes de todo el mundo llegaron durante la fiebre del caucho (1870-1910), intentando dominar un producto en auge gracias a los neumáticos, cables y aislantes de la revolución industrial. Iquitos es una ciudad que se quedó anclada en su historia desde ese periodo. Se resiste a cambiar, un pilar de resistencia frente a lo que ha pasado en el mundo. Sus edificios y estructuras son de aquella época y sus habitantes parecen negarse a aceptar el mundo moderno.
Llegar a Iquitos es adentrarse en una de las almas del mundo. Es un acto de sustracción, de despojarse de la tierra firme para entrar en una de las principales puertas del Amazonas, allí donde el tiempo se vuelve maleable. Es regresar a los orígenes vírgenes de nuestra Tierra y como era hace milenios de años antes de los efectos de los humanos.
La ciudad misma es una paradoja, un espejismo de hierro y arte antiguo varado en el corazón de un océano vegetal. Sus huesos están forjados con la opulencia y la brutalidad de la Fiebre del Caucho. La Casa de Fierro, ese esqueleto metálico atribuido a Eiffel, se erige como un monumento a la arrogancia humana, mientras mansiones con azulejos sevillanos resisten el olvido, negándose a aceptar que el declive del caucho ocurrió hace más de un siglo, cuando los británicos lograron sembrar el árbol en el sudeste asiático. Son los fantasmas de un sueño febril, la última frontera de la lógica antes de entrar a una nueva dimensión verde donde el tiempo se detuvo.
Iquitos, hoy en día, es solo el umbral. Su verdadero propósito es ser una puerta al Amazonas. Así, me subo a una pequeña lancha que, a toda velocidad, parece suspenderse sobre un río lodoso de colores tierra y negro. Primero, el chapoteo rítmico del agua contra el casco. Luego, lentamente, olvido ese movimiento, me pierdo en su ritmo, mi mente se sumerge en el Río y no puedo dejar de pensar en el dilema de exploración contra explotación. ¿Cuántos exploradores llegaron, dejando una vida atrás, cambiándolo todo a cambio de una esperanza?
Veo cómo esta paradoja se repite también en mi vida. Un dilema que forma parte del cambio que todos deberíamos buscar constantemente. Entre más me adentro y navego en la selva, lo veo más presente que nunca en todo lo que he hecho:
- ¿Por qué me salí de Goldman si era tan fácil seguir explotando un puesto y una habilidad que ya tenía?
- ¿Para qué crear Monopolio y empezar de cero algo tecnológico, en vez de seguir explotando un fondo financiero con el que nos va bien?
- ¿Para qué regresar a estudiar cosas que no tienen nada que ver con lo que hago?
- ¿Para qué?... ¿Para qué?...
Me doy cuenta de que esos "para qués" son mi razón de ser; sin ellos, no tiene sentido estar aquí. Entiendo que el cambio es parte de la vida y que mantenerme estático sería una condena. Mientras pienso en esto, miles de insectos y animales empiezan a envolverme. A lo lejos vuelan unas aves blancas y, de pronto, el grito lejano de un grupo de guacamayos pinta el aire de colores. Segundos después, contrasta un silencio sobrecogedor que no es ausencia de sonido, sino la presencia de una inmensidad que te observa.
Termino poniéndome en el lugar de aquellos exploradores que lo dejaron todo para buscar una nueva fortuna. ¿Qué era su "todo"? Quizá no tenían nada y fue la simple necesidad lo que los expulsó del mundo conocido para buscar algo diferente, una esperanza, algo a lo que aferrarse para pensar en un futuro. Llegar a la Terra Incógnita que te lleva naturalmente la exploración.
Al final, la mayoría del tiempo estamos pensando en el futuro como una distracción de nuestro presente. Cuánto de nuestro tiempo nos pasamos anhelando un futuro mejor, una esperanza, una nueva meta que, justo cuando se cumpla, hará que todo esté bien. Cuánta vida dejamos en sueños y en un porvenir que, cuando nos alcanza, ya es presente y nuestra mente vuelve a estar en el futuro. ¿No suena ilógico, inverosímil, que así funcionemos los humanos en esta carrera imposible de satisfacer?
Richard Dawkins en The Selfish Gene, abordó también el debate entre la estabilidad y la variación, pero desde el punto de vista evolutivo. En su libro, detalla como las mutaciones genéticas terminan siendo las variaciones que abren nuevas posibilidades y la evolución. Las especies que sobreviven son las que encuentran un balance entre ambas estrategias para la continuidad y mejora de las especies. Probablemente, ese balance es lo que necesito.
Y no es solo un tema de supervivencia y evolución. David Epstein, en su libro Range, muestra cómo los generalistas, no los especialistas, son quienes ganan en un mundo que paradójicamente busca más especialización. Usa ejemplos como el de Roger Federer, quien "exploró" varios deportes antes de dedicarse al tenis. Aquí, la exploración vino antes que la explotación. Epstein sostiene que, en el largo plazo, quienes exploran más campos logran ventajas competitivas al poder hacer conexiones y paralelismos que sus contrapartes no pueden. Esto es aún más importante en entornos complejos y cambiantes como el mundo actual.
Pero probablemente el trabajo académico más relevante sobre el tema, y de donde surge el debate, lo escribió James March, quien en 1991 publicó su breve artículo titulado: “Exploration and Exploitation in Organizational Learning”. March plantea que las organizaciones enfrentan el dilema de perfeccionar lo ya conocido en términos de eficiencia (explotar) o probar lo desconocido y buscar la innovación con los posibles fracasos que esto conlleva (explorar). March lo sintetiza como "la tensión entre el corto y el largo plazo, entre lo seguro y lo incierto, entre la eficiencia y la flexibilidad". No solo eso, advierte sobre los riesgos de los extremos: demasiada explotación vuelve a una organización eficiente en el corto plazo, pero genera miopía y estancamiento; mientras que un exceso de exploración genera muchas ideas, pero poca maduración y nula generación de flujo.
Después de pensar en estas lecturas, mi mente regresa al corazón del Amazonas, donde la palabra "exploración" cambia de significado. No vienes a conquistar, vienes a ser disuelto. El Amazonas no es un paisaje pasivo; es un organismo consciente, un laberinto de pequeños caminos que se abren entre un cielo y una selva que se funden. La selva respira. Vive. Para los que vivimos en la ciudad, es como meterse en una película donde los animales te envuelven a cada paso.
No son solo los animales. El mismo Río Amazonas de pronto parece estar vivo; sientes su aliento en la niebla que se levanta de las aguas al amanecer, sientes su inteligencia en la perfecta arquitectura de una telaraña bañada de rocío. Todo es vida y muerte al mismo tiempo. Descomposición y creación simultáneas. Todo forma parte de un único ser viviente más grande, donde lo individual se pierde dentro de esta generación de vida colectiva.
Un árbol gigantesco cayó, y de su cuerpo en descomposición brotan mil vidas nuevas. Es común ver a miles de hormigas cargando los restos de animales muertos. Aquí, todo se aprovecha y vuelve a formar parte del entorno.
Cuando mi viaje está por terminar, me doy cuenta de lo afortunado que soy de haber nacido en estos tiempos. No tengo que elegir uno de los extremos. Tengo la tranquilidad de poder explotar lo que he construido y, al mismo tiempo, intentar lanzar cosas nuevas. Reforzar lo que conozco, pero aprender de temas distintos. Los exploradores que pisaron esta tierra hace siglos no tuvieron esa elección. Empresas como Google tenían la regla del 80/20, alentando a sus empleados a dedicar el 20% de su tiempo a proyectos no relacionados directamente con su trabajo, pero que pudieran beneficiar a la empresa en el futuro.
Siento que mi naturaleza se inclina más a un 40% explotación / 60% exploración. ¿Está mal? ¿Todos debemos aspirar a una proporción similar o esto varía de acuerdo con cada uno? No lo sé. Lo bueno, es ser consciente de ello para poder modularlo y cambiarlo a través del tiempo si me equivoco. A fin de cuentas, uno no viene al Amazonas para encontrar respuestas, sino para hacerse este tipo de preguntas y recordar que somos parte de la naturaleza, de una experimentación y un cambio continuo.
Al estar aquí es difícil no experimentar la pequeñez del ego frente a la magnificencia de la vida; es escuchar la coexistencia entre la belleza y la destrucción. Es darse cuenta de que somos parte de un ciclo, que todo es temporal, incluyéndonos a nosotros mismos. Que las cosas que nos preocupan son juegos que creamos en nuestra cabeza, que nada es tan importante como creemos y que todo forma parte de un flujo mucho más grande que nosotros.
Al terminar de escribir esto no puede mi mente dejar de pensar en lo siguiente que me tocará por explorar. Tal vez la vida se trate de buscar este balance, o por lo menos mi vida.